RICITOS DE ORO
Mientras los osos disfrutaban del aire puro, una niña de pelo rubio y rizado llamada Ricitos de Oro, que había salido a recolectar flores para su hogar, se encontró con una casa muy bonita, de la que salía un apetitoso olor a pan recién tostado. Como tenía mucha hambre y no vio a nadie por el lugar, se introdujo en la casa para coger algo de comer.
Una vez dentro, descubrió 3 cuencos de diferentes tamaños, llenos de deliciosa leche. Primero, atacó al tazón más grande, pero la leche estaba casi ardiendo. Después probó el mediano, pero tampoco le gustó porque la leche estaba helada, pasándose al más pequeñín, que sorpresivamente tenía la temperatura adecuada.
Saciada su hambre, se dirigió hasta la habitación contigua para seguir curioseando. Allí, se encontró 3 sillas diferentes, que no pudo dejar de probar. La más grande era demasiado incómoda, la mediana era demasiado alta y la pequeña, al igual que el caso anterior, la ideal para ella. Desgraciadamente, no estaba preparada para aguantar su peso y se rompió a los pocos minutos.
Agotada ante tanto ajetreo, buscó un en el piso de arriba la habitación de los osos para descansar. Otra vez tuvo que probar las tres camas con las que se encontró, quedándose dormida en la más pequeña, que era la que más se parecía a la suya.
Un rato después, los osos volvieron del paseo, encontrándose con que alguien o algo habían entrado en su casa.
-Alguien ha probado mi leche-dijo el padre enfadado-.
-La mía también la probaron-dijo mama osa-
-Se bebieron toda mi leche-dijo muy triste el osito-
Acto seguido, pasaron a la siguiente habitación, en la que se volvió a repetir la misma situación.
-Alguien se ha sentado en nuestras sillas-dijeron los padres osos al unísono-
-Mi silla está rota-exclamo el osito con lágrimas en los ojos-.
Sin encontrar una explicación a todo aquello, subieron hasta su habitación, en la que descubrieron a la causante de todas estas desgracias, Ricitos de Oro, a la que la presencia de los osos dio tanto miedo, que se escapó como pudo de la casa y jamás se volvió a colar en ningún lugar sin permiso.
EL PIRATA MALA PATA
Una vez, tuvo la genial idea de secuestrar a una princesa y pedir un gran rescate por ella, pero al hacerse de nuevo a la mar, uno de los cañones del castillo, hizo blanco en su barco, permitiendo que la princesa quedara libre de nuevo.
En otra de sus aventuras, encontró un enorme tesoro, que amenazaba con hundir su nueva nave. Para evitar quedarse sin barco, decidió esconder su botín en una isla cercana. Ocultado el tesoro de ojos indiscretos, se alejaron de la isla y cual no fue su sorpresa, cuando al mirar por última vez el lugar, vieron como un gran volcán entraba en erupción y hacía desaparecer su preciado botín.
Superado este trance, volvió a hacerse a la mar, en un día muy tormentoso. Mientras paseaba por la cubierta oteando el horizonte, una ola gigante lo arrastró fuera del barco. Aferrado al ancla, vio como un tiburón se acercaba peligrosamente hasta su posición, con muy malas intenciones. Aterrado ante la idea de acabar siendo su merienda, saltó con todas sus fuerzas al barco y arrancó la bandera del mástil.
Cansado de tantas malas pasadas, se retiró de la vida pirata y creó en el puerto, un pequeño negocio, con el que todo le fue de maravilla.
LA GATA ENCANTADA
Durante uno de estos juegos, exclamó:
-Oh pequeña y bella gatita, si en lugar de animal fueras persona, no dudaría en casarme contigo.
El Hada de los Imposibles, siempre atenta a cualquier tipo de deseo, le dijo:
-Ya que tanto lo deseas, haré realidad tu sueño.
Al mirar hacia el lugar en el que estaba Zapaquilda, el príncipe encontró a una hermosísima muchacha, con la que quiso casarse al instante.
Un día después, se celebraba la boda del príncipe y de la preciosa joven, a cuyo banquete estaban invitados todos y cada uno de los habitantes del reino. Cuando todos parecían estar pasándolo en grande, un pequeño ratoncillo entró en la sala, propiciando que la nueva princesa, se lanzara a comérselo. Arrepentido de su deseo, el príncipe llamó una y otra vez al Hada de los Imposibles, para que deshiciera el encantamiento, pero no hizo caso a sus ruegos, dejando al pobrecillo con un palmo de narice
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